Vislumbro soledad, paso del tiempo, cuerpos extraños que transitaron cercanos, pero nunca se quedaron, no les pedí que lo hicieran, tampoco ansié ni comprendí de esa cercanía que da derecho a obtener más de lo acordado.
No he amado, no he querido hacerlo. Me obligué a creer que
aquello era un error, una debilidad, querer a la larga simboliza sufrimiento,
así que simplemente le negué ese poder, desechándolo, apartándolo, buscando
otras castas alternativas que con tan poco futuro se amparaban. He preferido
pues mercadear con la pasión, sin necesidad de sentirme abocada a un amanecer
de gratitud y complacencia. Y no me importó el mañana, este lo veía lejano,
insoluto, ahora en cambio se perfila perverso y poco amable.
Ayer recibí una noticia. Punzante escenario que aboca a los
cambios y allí en ese momento, por primera vez, concebí la necesidad de
expresar y sentir la compañía de la mano amiga, de la candidez del que está a
tu lado y te la sostiene mientras aunque con mentiras te susurra que todo irá
bien. No existe ninguna, a las cercanías, a todas; a su tiempo las aparté. Las
alejé con la mentira de una llamada que nunca se realizó. Con la incertidumbre
de un mañana diferente, más amable. En mi condición les ofrecí ese algo que se
desvela sin nombre, cifrado, pero esa era la única manera que tenía de dar
parte de lo soy, un amor perfilado o quizás una sombra del poco aprecio que
conservo de la persona que hasta hace unas horas era. Y la realidad, ahora, acecha
cercana mostrándome que no otorgué nada, solo lo que creía que un día me haría
despertar de este letargo en el que siempre he aguardado escondida, nunca
encontraron más de lo que les mostré y una vez lo comprendieron, simplemente
desaparecieron. Una buena excusa para alejarse y yo, por su puesto, no retenerlos.
La desesperación esta vez si hizo que despertara de la somnolencia
en la que había estado estacionada, desfigurada cogí el teléfono y llamé a mi
hermano. Me sorprendió, no; no lo hizo, no tenía mi número. Se quedó sin palabras,
mudo ante la revelación de que quien le llamaba era su hermana, una hermana que
no dudó en abandonar el hogar pronto, muy pronto y no mirar nunca hacia atrás.
—¿Almudena? —silencio— ¿Qué quieres? —la tirantez se desplegó
fría, culpable, irritada.
—Bueno… yo, yo solo quería saber si estabais todos bien. No
debí llamar, no es un buen momento.
Colgué, poco tenía que decirle <Hermano, tengo malas
noticias> Y por primera vez en años, lloré. No sentí rabia, tampoco miedo.
Era desconsuelo, una pena que en su inmensidad me abrasaba y hacía que se
despedazara toda la tibieza que habitaba en el alma. La mía. Me recompuse
rápido, aprendí hacerlo. Nuestra infancia fue dudosa, enfermiza, intolerable en
muchos aspectos. No conservo de ella grandes recuerdos, otros en cambio me han
convertido en lo que soy, este ser que no crea lazos, que no siente empatía, que
poco le ha importado el sufrimiento y la desventura de otros. Siempre necesité
de poco, lo único que pedí a cambio es que no se me echara en falta. Y ahora,
hoy, me doy cuenta de que lo he logrado, pero no siento orgullo por ello.
Qué cruel es el destino, se desmonta y perfila entre juegos
de azar. ¿Qué le diría? ¿Qué? Ganaste, sí, lo hiciste. Ya me he dado cuenta de
los errores cometidos. Pero de poco sirve ser consciente de ello, el tiempo ya
se ha consumido y yo, estoy sola. Sola. Así quedará exhibido en estos pocos
días que se resguardarán entre alientos de vida. Solo quisiera, solo; volver a
empezar de nuevo. Y a esa mano, a esa.
—Shhh… hermana, tranquila. Estoy aquí contigo.