miércoles, 3 de octubre de 2018

El cobijo de la soledad




Vislumbro soledad, paso del tiempo, cuerpos extraños que transitaron cercanos, pero nunca se quedaron, no les pedí que lo hicieran, tampoco ansié ni comprendí de esa cercanía que da derecho a obtener más de lo acordado.
 
No he amado, no he querido hacerlo. Me obligué a creer que aquello era un error, una debilidad, querer a la larga simboliza sufrimiento, así que simplemente le negué ese poder, desechándolo, apartándolo, buscando otras castas alternativas que con tan poco futuro se amparaban. He preferido pues mercadear con la pasión, sin necesidad de sentirme abocada a un amanecer de gratitud y complacencia. Y no me importó el mañana, este lo veía lejano, insoluto, ahora en cambio se perfila perverso y poco amable. 
 
Ayer recibí una noticia. Punzante escenario que aboca a los cambios y allí en ese momento, por primera vez, concebí la necesidad de expresar y sentir la compañía de la mano amiga, de la candidez del que está a tu lado y te la sostiene mientras aunque con mentiras te susurra que todo irá bien. No existe ninguna, a las cercanías, a todas; a su tiempo las aparté. Las alejé con la mentira de una llamada que nunca se realizó. Con la incertidumbre de un mañana diferente, más amable. En mi condición les ofrecí ese algo que se desvela sin nombre, cifrado, pero esa era la única manera que tenía de dar parte de lo soy, un amor perfilado o quizás una sombra del poco aprecio que conservo de la persona que hasta hace unas horas era. Y la realidad, ahora, acecha cercana mostrándome que no otorgué nada, solo lo que creía que un día me haría despertar de este letargo en el que siempre he aguardado escondida, nunca encontraron más de lo que les mostré y una vez lo comprendieron, simplemente desaparecieron. Una buena excusa para alejarse y yo, por su puesto, no retenerlos.
 
La desesperación esta vez si hizo que despertara de la somnolencia en la que había estado estacionada, desfigurada cogí el teléfono y llamé a mi hermano. Me sorprendió, no; no lo hizo, no tenía mi número. Se quedó sin palabras, mudo ante la revelación de que quien le llamaba era su hermana, una hermana que no dudó en abandonar el hogar pronto, muy pronto y no mirar nunca hacia atrás. 
 
—¿Almudena? —silencio— ¿Qué quieres? —la tirantez se desplegó fría, culpable, irritada.
 
—Bueno… yo, yo solo quería saber si estabais todos bien. No debí llamar, no es un buen momento.
 
Colgué, poco tenía que decirle <Hermano, tengo malas noticias> Y por primera vez en años, lloré. No sentí rabia, tampoco miedo. Era desconsuelo, una pena que en su inmensidad me abrasaba y hacía que se despedazara toda la tibieza que habitaba en el alma. La mía. Me recompuse rápido, aprendí hacerlo. Nuestra infancia fue dudosa, enfermiza, intolerable en muchos aspectos. No conservo de ella grandes recuerdos, otros en cambio me han convertido en lo que soy, este ser que no crea lazos, que no siente empatía, que poco le ha importado el sufrimiento y la desventura de otros. Siempre necesité de poco, lo único que pedí a cambio es que no se me echara en falta. Y ahora, hoy, me doy cuenta de que lo he logrado, pero no siento orgullo por ello.
 
Qué cruel es el destino, se desmonta y perfila entre juegos de azar. ¿Qué le diría? ¿Qué? Ganaste, sí, lo hiciste. Ya me he dado cuenta de los errores cometidos. Pero de poco sirve ser consciente de ello, el tiempo ya se ha consumido y yo, estoy sola. Sola. Así quedará exhibido en estos pocos días que se resguardarán entre alientos de vida. Solo quisiera, solo; volver a empezar de nuevo. Y a esa mano, a esa.
 
—Shhh… hermana, tranquila. Estoy aquí contigo.