Trepando como un parásito, rodeada de inmundicia, esa que despierta a nuestro alrededor lejanía, nadie quiere convivir con el hedor. El mundo mira hacia otra dirección, se aleja y si es necesario; salta sobre ella para apartarse. Algo molesto, insignificante, mugroso.
Quizás fue
esa la razón por la que nos comprendimos desde el primer momento, por la que
nos aceptamos aun siendo tan opuestos. Una cría resentida que odiaba todo lo
que le rodeaba, un niño apenado, enjuto y tenaz en empatía.
El tiempo
fue pasando, otros niños descartados que pasaban a engrosar este sucio medio en
el que nos retroalimentábamos. Algunos tuvieron suerte, almas caritativas se
los llevaba a un lugar llamado hogar, otros, no. Estos simplemente esperábamos
que pasara el tiempo suficiente para cumplir la mayoría de edad y ser otra tipo
de molestia para el sistema.
El odio que
sentía no se justificaba por edad, o por la soledad en la que me vi envuelta a
una temprana edad, era un sentimiento que nacía a través de la verdad. La mía.
No es una búsqueda de comprensión, ni de perdón, estas divagaciones no son
banales, ni hipócritas, son hechos del escenario en el que ha acontecido cada experiencia
resistida.
Una madre dependiente
que buscaba en el afecto externo todas sus carencias, y que no dudó en
abandonarme por celos, un padre que no recuerdo. Poco importaba la razón por la
que no me quisieran, tampoco buscaría compensación en ambas defensas, bajo mi
punto de vista eran unos fracasados. Pero en cambio, Julio era otro cantar, él
era dulce, un corazón privado de la crueldad en la que cohabitábamos, pero era
consciente de que hasta un espíritu puro puede transformarse, repudiar finalmente
la nobleza y convertirse en alguien como yo. Y eso hacía que la rabia con la
que convivía creciera, no se difuminara, las estaciones pasaban clamando
venganza y vergüenza. Cobardía por todos los actos que quería cometer y esperanza
para que él nunca reconociera su procedencia.
Nosotros no
compartíamos sangre, pero era mi familia, no existía duda ante ese hecho. La
fragilidad que desprendía, avivaba amparo, sentimiento de humanidad y para
conservarlo era capaz de cualquier acto. Todo para que no llorara nunca más. De
tanto, en tanto, su madre aparecía con mentiras y buenas voluntades, llevándoselo
del centro, nunca superaba la quincena, sigo sin comprender como la directora
permitía esas salidas, la reincidencia la delataba. Bueno, sí, lo sé; o puedo
imaginarlo. Menos problemas, menos niños, menos todo. La contrariedad era el
desencadenante a su regreso, lo que me removía interiormente. Asco, repulsión,
al ver las condiciones de Julio, ya no solo físicas, sino mentales, su bonita
luz se apagaba, atenuaba, su brillo se alejaba. Mi misericordia desertaba.
Seguro que
todo era por dinero, la tipa debía sisar alguna ayuda por el niño y venía en su
busca cuando la necesitaba, devolviéndolo más tarde como basura, y aunque
nosotros fuéramos conscientes de nuestro valor en la escala benéfica, no iba a
permitir que es bruja con un mal título de madre forjara ese sentimiento en el
pequeño, en él no, me negaba.
La monja
Eloísa nos obligaba a rezar, cuando terminaba, repetía: Las faltas han de pagarse. Antes de cometer impureza, recordadlo. Para
qué todos esos rezos, acaso iban a mejorar nuestra miseria, no, nunca lo
hicieron. Era otro tipo de tortura, de castigo, de la culpa por la indiferencia
a la que debíamos dar las gracias. Apática penitencia.
Era
realista, otros verían pesimismo, pero les diría que en ésta yace el
equilibrio. Qué tontería que en el último momento recordara a la monja, a sus
palabras, a esa maldita frase grabada a fuego en el subconsciente, y es que
siempre pensé que si estos se comenten conscientemente, sabemos el final que nos
depara, y ahí, de alguna manera, no hay sentencia; y yo era plenamente cabal. Mi
fin iba a dar la mano al comienzo de otro. Las personas quieren o necesitan ser
transcendentales, recordadas, pero a veces hay que darse cuenta que no seremos
ese ansiado personaje, solo la pieza de un puzle que encajará en la vida de
otro, que nuestra rebeldía será la mejora de aquel por el que nos
sacrifiquemos, no somos color, solo un matiz, una dirección.
La mía fue Julio, ese niño que me compensó con un corazón. El amor desinteresado, el que sacrifica, el que no teme las consecuencias. No fue difícil. Como he dicho al principio, lo bueno de crear lejanía es que a uno lo vuelve invisible, y como un fantasma puedes moverte con libertad. Si a eso se le suma una vida de aprendizaje, es todo más sencillo. El silencio en estos casos es la mejor arma. Me quedaban meses para la mayoría de edad, y las oportunidades cada vez eran más escasas, huérfanas. Así que aprendí a reconocer alternativas. El único temor es que esa mujer viniera a buscarlo y esta vez no lo trajera de vuelta. Me esmeré en aprender los horarios, las rutinas de todos los que trabajan en el centro, qué útiles se movían y de los que se podía sacar beneficio. El dinero allí escaseaba, como el afecto, pero no así la droguería del centro, y ahí encontré el filón.
∞
No pasó mucho tiempo, solo unas semanas. Era previsible.
―Qué rápido
has vuelto. ¿Ya no te queda dinero, Claudia?
―Eres
ridícula, niñata, creyéndote mejor que yo, cuando no eres más que un perro
sarnoso que nadie quiere. Despídete de Julito, no volverás a verlo nunca más.
―No, esta
vez no vas a salirte con la tuya.
Fue tan sencillo, tan rápido, que ni siquiera disfruté del momento, como un perfecto diseño, la pieza encajó. Aproveché que la directora del centro salía y le entregué a la madre de Julio un paquete con todos los medicamentos robados. Gritos de alarma, un coche patrulla emergió precipitadamente, ésta berreando, indicando como una histérica a quien quisiera escuchar que ella no sabía nada, que era una trampa, pero de poco sirvió. Nos leyeron los derechos y nos detuvieron. Como digo, pasó demasiado rápido, casi como una secuencia externa de la que no formas parte, y miras desde fuera sin comprender. Pero por dentro mi alma sonreía, esperaba que después de aquello no pudiera volver a estar cerca de Julio, que pasara largos años en la cárcel, aprendiendo lo que son las injusticias sociales. Rogando por las oportunidades perdidas. En mi caso, pasaré unos años en un reformatorio, pero no me importa, mi hermanito brillaría, seguiría regalando luz. Y de algún modo ese albor apocará el resentimiento con el que convivo.