La voz enterrada, eso es lo que tiene Shiloh, ni un pequeño
rugido le nace. Se esfuerza, berrea, patalea, pero nada, solo externaliza
muecas. Como una muñequita, títere de brazos que se amolda al resto. Para no
molestar, para no perjudicar, para no existir.
Se despierta, si se pudiera decir que duerme cuando ni las tinieblas
acompañan al mundo. Efectúa los rituales impuestos, café, regar las plantas,
café de nuevo. Las ojeras reivindicativas exaltan como otra contorsión a
sumarle. Revisa los correos, las urgencias de otros que más que eso son
señuelos para que éstos no sientan sus propias carencias. Bebe más café. Trabaja
tantas horas que no recuerda el último minuto en el que dispuso espontaneidad. Y
de repente un bosquejo le nace, algo fugaz, cargante, pero el mensaje se repite
durante los días con insistencia.
Si su santa vecina la escuchara pronunciar esas palabras, se
santiguaría mil veces. Hasta intentaría exorcizarla. Así que ella se mantiene
callada, reincidente en acciones. Pero esa murga ha accedido en su sistema como
un virus y no cede. Empieza a condicionarla, a temerse.
La rutina importuna, la exigencia restringe. Coartada desde
inicio, un hilo de voz asoma, como canto de sirena, hipnotizando a unos y a
otros, porque lo que nunca expresó, ahora parece explosionar sin tregua.
La gente se pone las manos en la cabeza, se queja, no mira
hacia atrás, no, el valor es el ahora. Solo ven que el chollo ha finalizado, ya
no se contestan mensajes a deshoras, no se realizan recados que no
corresponden, los días festivos existen. Y no decir lo que sale por esa
boquita. Escupitajos y palabrejas poco nobles, pero ayudan para que deserten
espantados.
La primera noche de sueño reparador sentencia la
metamorfosis. Han desaparecido los cadáveres.