sábado, 18 de enero de 2020

Cielo oscuro


Me desboco en el desconsuelo, en la necesidad y plenitud de verme arrastrada hacia tus sombras, grietas que cosechan incertidumbre, desconsuelo, hambre. Alimentándonos, devorando, codiciando. Sujeto entre mis dedos la ilusión de una prosperidad que no albergamos, que no nos reconoce, que se desvanece cuando creemos contemplarla. Y yo, yo simplemente recurro a ti, a la inestabilidad que me proporciona este nosotros. Araño con la firmeza del desconocimiento al saber que no aguarda más que miseria, que el culpable de esta desdicha que oprime y expira sus últimos alientos no son otros, sino una necia que espera misericordia. Tu risa, el calor de esas manos que acarician con tibieza y aun así embaucan con placer. Uno se vuelve egoísta ansiado sin medida ese apetito, recurriendo a él como una parte del todo, como un algo que embravece a esta corrosiva e impenetrable atmósfera. Y es allí entre los susurros de palabras vacías, arrebatos e inestabilidad, amanecemos en este, el nuestro, cielo oscuro.

No te quiero, no, tampoco anhelo que tú lo hagas, la vergüenza de este ahora que hemos creado es tan precario que el ansia de otros juegos se desvanece, oprime y exige realidad. Y quizás en este no nuestro hubiera permitido lo poco que nos otorgábamos, la nada pretendida. La necesidad se pagaba con más necesidad. El deseo nos engrandecía lo suficiente para hacer de ello una posibilidad, pero ahora que sujeto entre mis brazos a esta pequeña vida me precipito en el vacío de saber que si puedo hacerlo, amar. Una emoción que desvanece el egoísmo que tan presente y eficaz he arrastrado en el tiempo. Empiezo a no reconocerme, a mirarte y no ver a otro igual, a sentir que por un momento, un solo momento, puedo ser algo mejor. No para ti, ni para mí, pero sé, siento; que lo seré para él.
 



miércoles, 8 de enero de 2020

Tierra árida





A partir de ese momento todo cambió. Una bofetada que desencadenó en un escenario atroz. Recuerdo el momento, como la familia quedó impregnada en la desdicha, en todo lo que tuvimos que pasar y en lo que terminamos convirtiéndonos.

 ─¿Mamá? ─grité.

No la encontraba, la busqué por toda la casa, pero no dio ninguna señal, así que subí y bajé las escaleras del primer piso alterado, asustado, nunca me dejaban solo y esa sensación de abandono, me produjo un miedo que en contra de dejarme paralizado me aceleró.

Hasta que la localicé, estaba en la cocina, debajo de la mesa en la que tan pocas veces celebrábamos nada. Sentada, agarrada a sus rodillas y meciéndose. Tenía siete años y todavía había cosas que no comprendía, otras en cambio, las había aprendido sin necesidad de que se me enseñara. Mi madre era una mujer hermética, con un carácter forjado a la poca muestra afectiva, pero allí estaba, balbuceando, llorando y diciendo palabras inconexas que no tenían ningún sentido. Como digo, ella era una mujer fuerte, con un temperamento que regalaba disciplina a todo aquel que se colocaba bajo su ala, pero viéndola allí, tan pequeña, me asustó, creí que se habría hecho daño, pero el respeto que le tenía me impedía siquiera cuidarla, solo había una persona capaz de reblandecer ese duro corazón, viéndola allí, tan accesible, caí en el error, uno de los pocos que cometería a lo largo de mi vida, formular una pregunta y tuve el privilegio si puede decirse así, de ser el último en nombrarlo.

─¿Voy a buscar a papá? ─los dedos quedaron marcados en mi cara, pero hubo algo mucho peor que ese golpe, su mirada, esa es la que quedará para siempre infiltrada en mi alma, porque era portadora de una clase de odio que desde ese momento y para siempre, permaneció en mí.  
 


 
Es extraño que a uno le hablen de otro tiempo, uno totalmente opuesto al que conoce o ha vivido. Mis hermanos lo hacían, me hablaban del viejo mundo, uno que parecía irreal. En mi caso fui un niño no esperado, aun así, me tuvieron, decidieron darme vida en éste mundo donde los apagones eléctricos, sequías y hambruna, lo convertían en precario y necesitado. Ellos hablaban de abundancia, de objetos extraños y comida preparada que se compraba en el supermercado. Sobre todo Gema y unas chocolatinas que tenían nube dentro, se te derretía la boca solo de pensar que uno podía comer cielo. Me encantaba escucharlos, aunque pensaba que estaban un poco locos, aun así, era de los pocos momentos donde los sueños si podían ser reales y nosotros portadores de todas las leyendas.

Cuando mi padre todavía vivía, nos decía que éramos unos privilegiados por tener techo, muchos otros se habían quedado sin, y habían muerto por ello. Así que había normas que debían seguirse a rajatabla, como que la casa no debía quedarse nunca vacía, si eso pasaba otros podrían ocuparla. Había semanas en las que no veías a nadie, otras en cambio aparecían saqueadores, estos se llevaban las pocas provisiones que tuviéramos. Aunque nunca empleaban fuerza bruta, teníamos una escopeta. Cuando esto sucedía Marcos, mi hermano mayor siempre terminaba enfrentándose a mi madre, no comprendía porque no usábamos ese poder en contra de todos aquellos ladrones. Ella y su fría calma, le respondía. << Hijo, no tenemos suficientes cartuchos para quitarnos la vida>>. Muchos años más tarde comprendí sus palabras, y la razón de quitarnos y no quitar. Esa arma, era el último privilegio del que disponíamos. Una elección a este feo mundo en el que nos tocaba vivir.

Cada día se seguía el mismo patrón, desenterrar nuestras pocas pertenencias. Desayunábamos parte de nuestras sobras, y más tarde, Marcos, Gema y mi madre se iban en busca de nuevas provisiones para pasar el día o con suerte un par, cualquier cosa de la que pudiéramos sacar provecho. Llevaba un tiempo quedándome solo, tenía once años y me sentía adulto, no estaban de acuerdo, la poca nutrición por ejemplo, hizo que tuviera un desarrollo tardío, pero la necesidad y tantas bocas que alimentar cegaban la realidad. Fue entonces cuando nuestra vida sufrió el segundo cambio o error, temiendo que este por desgracia, fuera el peor de todos.

Me quedé dormido, cuando desperté no tenía la escopeta entre mis brazos, delante había un hombre que me observaba fijamente, aguardamos en silencio durante los minutos más largos de mi vida, a cada segundo empequeñecía y temía lo peor. Pero ese lapsus de tiempo permanecí estoicamente sin pestañear, Gema, siempre me decía que lo peor que pueda hacer uno es mostrar miedo. Ese hombre por el contrario debía estar pensando cómo podría servirle de utilidad, se me había explicado que había saqueadores que el hambre los había vuelto completamente locos y se comían unos a los otros. Mientras pensaba en cómo iba a ser mi final, habló.

─¿Estás solo chico?

No dije nada, ni siquiera parpadee, estaba aterrado. Lo único que me importaba más que lo pudiera hacerme ese hombre es lo que le pasaría a mi familia.

─¿Eres sordo? ─insistió, esta vez molesto. Algo en mi forma de actuar debió darle la razón, y yo escogí hacerle creer que sí, que tenía razón, seguí en silencio, sin moverme ni mostrar ningún síntoma de comprensión, solo rogando para que ellos llegaran más tarde y que ese hombre cogiera lo que quisiera y se marchara.

─No lo esperaba… ─siguió hablando─ la verdad es que es una suerte haber encontrado esta choza, llevo días andando a la deriva, creí que moriría antes de… bueno, da igual, no sé porque te lo explico, total, tampoco me entiendes.

Volvió a quedarse en silencio. Nos miramos, los ojos me escocían del rato que llevaba sin parpadear. Entonces se levantó de golpe, creí que iba a pegarme, me cogió de la pechera de una manera muy violenta, pero no fue así, me hizo el gesto de comer con la mano. Quería comida y que yo le sirviera. Eso podía hacerlo, mi madre siempre decía que si los atendías bien más tarde se marchaban, solo que esta vez el arma la tenía él y no yo. Le di lo poco que quedó del desayuno y se abalanzó sobre la comida, aproveché ese momento para alejarme todo lo que pude de su agarre.

─Es increíble, no entiendo como has podido sobrevivir tu solo en este lugar. Pero… ¡bah! No sé porque insisto en hablarte. Si pudieras entenderme te diría que no tengo intención a hacerte daño, ojalá alguien te hubiera enseñado a leer los labios. ¡Mírame! ─gritó─ no quiero hacerte nada malo ─deletreó.

No sé si es que algo dentro de mí quería creerlo con todas sus fuerzas, aquel hombre era enorme, pero no se le veía que tuviera malas intenciones. Aunque claro, después de todo lo que me habían explicado, hasta la cara más bonachona podía terminar convirtiéndose en el ser humano más cruel. Así que intenté mantenerme alejado, conservando esa nueva mudez que había adquirido y esperando que éste decidiera irse, aunque esa parte empezaba a darme cuenta que no iba a suceder. Pasados los minutos dejó de prestarme atención y fue a dar una vuelta por la casa, supongo que buscando otros posibles de los que adueñarse, yo seguí allí medio plantado, medio acurrucado a la expectativa de que éste tomara el segundo paso, miré como pude y sin moverme mucho por la ventana, cuando el sol empezaba a caer era cuando mi familia llegaba a casa y vi que para eso no faltaba mucho.

─Sabes, chico. Hace muchos años aquí vivía una familia, Marta y Edgar ─al decir los nombres de mis padres me dieron ganas de gritar─ llevo años dando tumbos de un lado para otro, esperando encontrar alguna cara conocida, pero ya no queda nada, todo ha desaparecido. Solo nos queda sobrevivir día a día, nada, ya no hay nada.

Repitió tantas veces lo de que no quedaba nada expresándolo de una manera tan siniestra que creí que podía tomar la determinación de terminar con todo, quizás si le decía que mi madre seguía con vida, que sus hijos, yo, formábamos una familia, pero no me dio tiempo, antes de que siquiera hiciera el esfuerzo de mover los labios la puerta se abrió.

─¡Fran! ¿Dónde estás? Necesitamos ayuda, corre, ven, esta noche cenaremos como unos auténticos privilegiados ─la voz de mi madre sonaba alegre, pocas veces lo hacía, pronto dejaría de hacerlo.

Entonces apareció en la habitación donde estábamos ese grandullón que agarraba con fuerza la escopeta, y yo, agazapado y lleno de incertidumbre donde solo percibía que quizás tenía razón y ya no quedaba nada, todo había terminado, nunca conocería parte de las historias que me contaban mis hermanos, no comería chocolatinas con nube, todo y la nada había empezado en aquella ruinosa casa, y esperé lo peor, lo vi, y me acordé de mi padre del miedo que tuvo que pasar esos últimos segundos en los que reconoció su final.

─¿Marta? No puede ser, ¡dios! ¡Marta! ¿Eres tú?

 ─¿Felipe? ─Corrió hacía los brazos de ese hombre como si le fuera la vida, abrazándolo con fuerza y repitiendo sin parar su nombre.

─Ven aquí, cariño. Este es tu tío, ¿puedes creerlo? ¿Puedes?

─Así que no eres sordo, ¿eh? Tu chico es listo, Marta. Muy listo.

─Lo sé, lo sé.


 
Desde aquello han pasado tres años, pocas cosas han cambiado, seguimos con la misma rutina, solo que ahora somos uno más, mi tío Felipe se quedó a vivir con nosotros, nunca conoceré más que esta tierra árida en la que se ha convertido este mundo, pero puedo vivir e imaginar a partir de cada historia que me cuentan y sigo creyendo que están un poco locos, ¿el hombre pisó la luna? ¡Imposible!