No recuerdo a mi padre, se marchó de casa cuando apenas
tenía cuatro años, eso hace que a veces me pregunte cómo uno es capaz de resguardar
los primeros recuerdos y otros en cambio se almacenan en algún oscuro lugar del
que no existe acceso.
Es como si una parte de mi hubiera sido arrancada el mismo
día de su partida, ese día en que no evoco siquiera su sonrisa, olor, voz, un
simple abrazo, pero si vienen a mi flashes
como los sonidos de la vía del tren, el aviso del próximo destino, el llanto de
mi madre, de sus ruegos requiriendo que no nos abandonara. Como me empujaba
hacía ese hombre sin rostro. Nada sirvió. A partir de ahí, todo se volvió
negro, o quizás siempre fue así, una mujer miserable, amargada que buscaba
cualquier excusa para despreciar o culpar. La pequeñez de los momentos en los
que se abrigaba, en el falso amor y en el rencor de saber que ese hombre se
había marchado para no volver, con otra familia a la que entregar lo que ella demandaba,
y sobre todo que no sería nunca la elegida. Yo solo fui una ficha a la que manejar,
todo valía para retenerlo, aunque solo se tratara de unos escasos años de idas
y frías salidas. Nunca existió amor, tampoco necesidad. Supongo que por esa razón
fui una niña solitaria, sumisa, que intentaba no molestar, jugar en el silencio
de la contemplación, la anciana Greta, nuestra vecina, se asemejaba a ese
carácter, observador y reservado, hablaba poco, y cuando lo hacía era para
revelar detalles sobre el pasado, así que no me sorprendió el día que decidió
explicarme la historia de cómo se conocieron mis padres. Él era comercial, de
los que van de puerta en puerta ofreciendo cualquier producto que uno pueda
imaginar, no debió percibir el error que cometería al llamar a la puerta de mi
madre, tampoco sé si llegó a venderle algo, pero sí que iniciaron una mísera
relación, una aventura que hubiera tenido un rápido fin si no se hubiera hecho
público el embarazo. Por eso sé que
cuando ya no le serví a su propósito me detestó con más fuerza. Hizo que
creciera con una animadversión a los trenes, estaciones ferroviarias o
cualquier pase en el que existiría alguna vía, la razón, el odio al abandono, a
la culpa, a la necesidad de señalar a un objeto para no hacerlo sobre ella
misma, sobre él. Durante un tiempo quise anclarme en esas emociones, a esa
enfermedad, buscando un punto de conexión, necesitaba y pensaba, que era la única manera de conseguir
su cariño. Me amparaba en la desdicha de creer que si me parecía a ella,
llegaría el día que no necesitaría vivir en aquel recuerdo, en él, su marcha, y
seríamos felices.
Con el tiempo ese inexistente lazo se fue rompiendo, la
incomprensión y la escasa respuesta hizo que me descubriera sublevándome.
Empecé coleccionando recortes de trenes, los guardaba como un tesoro, y los
admiraba cada noche antes de dormir, esperando ansiosa el día que ella los encontrara,
quería, necesitaba, ver su reacción, me hacía sentir rebelde, mezquina, feliz y
un algo que todavía no era capaz de describir. Sabía lo que podía provocar ese
secreto, pero no me importaba, era mío.
Durante años logré pasar tan desapercibida que mi sola
presencia no formaba parte de aquel plano, nunca lo descubrió y sentí rechazo,
incomodidad y rabia. Greta la observadora, sí notó el cambio del que me estaba
despertando y así me lo hacía saber <<Niña,
tu mirada no es limpia. Algo tramas y no es bueno>> Yo sonreía y fingía
que no entendía lo que quería decirme. Pero lo sabía, dentro de mi habitaba una
necesidad mayor, el odio se alimentaba de más odio, ya no tenía que intentar
parecerme a ella, poco a poco, simplemente me convertí en una versión peor.
Jugaba a desestabilizarla, a incomodarla. Me gustaba ver que tenía ese tipo de
poder, no era como ella, no gritaba, ni exigía, no, yo cavilaba, cada paso, movimiento
y palabra era tan mesurada que la perturbaba sin darse cuenta desde donde le provenía
el golpe. Por las noches inducida por el primer sueño le ponía sonidos de locomotoras,
silbatos, al cabo de unas semanas empezó a estar más irritable de lo costumbre,
su agitación se hizo más presente, más visible, dejó de dormir. Allí debí detenerme,
pero verla empeorar, hacía que me sintiera bien, con una paz que me impedía
parar, disfrutaba viéndola caer, hundirse y me justificaba, sí, lo hacía, por
el dolor que me había infringido desde que nací. Así que seguí. Pero llegó el
momento en que ese juego empezó a aburrirme, trastornarla se convirtió en algo
demasiado sencillo, necesitaba de otros nuevos alicientes.
Fue entonces cuando recibió la nota: Cande, cometí un error
al marcharme. Nunca debí subir a ese tren. Llegaré a las once de la noche. Estaré
esperándote en la vía número cuatro. Te necesito.
No miró el remitente, tampoco se fijó en la letra, solo vio
lo que anhelaba, ese día anduvo como loca haciendo planes, repitiendo sin parar
que ella sabía que llegaría el día que regresaría. Así que no me esperó, ni vio
venir el empujón que le di justo antes de que pasara el tren, el último. Ahora
sé cuál es mi cometido, y esto solo acaba de empezar.