Sitúa a los demás en tu lista
de prioridades y lograrás el final deseado.

Antonio se repetía
aquella frase cada día, como una oración. La leyó un día que acompañó a su madre
a la consulta del médico, esta vez para a una simple revisión de rodilla. Y
desde entonces, la creyó certera, tenía que ser así, no podía ser de otra
manera. Con cuarenta y dos años, seguía viviendo con una madre aquejada de
cualquier mal que la hiciera ser el centro de atención, e ir a todas las
consultas médicas existentes. Él como hijo único y buen hombre, antes niño,
había decidido dedicar su vida en exclusiva a esa madre quejumbrosa y doliente,
que estaba arrastrándolo al ahogo a pasos agigantados. ¿Y por qué tanto valor a
esa frase? La razón es que en ese momento de su vida, no podía más. A penas la
miraba con el respeto que una vez le tuvo, solo rezaba, eso sí, en secreto, que
por fin uno de todos aquellos médicos le dijera que su mal no tenía solución, y
que fuera la guadaña, los ángeles o quién estuviera dispuesto a velar por todas
aquellas necesidades egoístas, el que cuidara de ella, porque él, ya no podía
más, ya no.
Ahora repitiendo
aquella frase lo veía claro, era una patraña, una mierda. ¿La razón? Diremos que durante un tiempo Antonio había
puesto el corazón y el alma, y a cambio había recibido dolor y desprecio. Nunca
más volvería a cometer el mismo error. Con una madre ya tenía más que
suficiente para añadirle ahora a una Mariana. Porque él podía comprender que
su compañera de trabajo no se hubiera dado cuenta de sus sentimientos, ni tampoco
de las intenciones, y eso que para dicha causa le había estado enviando varios
mensajes silenciosos. Como recibirla cada mañana con un café a su gusto, extra
dulce con un toque de canela y mucha nata. ¡Ojalá, se le cariara esa preciosa
sonrisa! Ni que reparara, ni le agradecería todas las tardes que se quedaba más
horas para terminar el trabajo que ella durante la jornada no terminaba. Mientras,
la susodicha, se podía dedicar a sus quehaceres, como ir al gimnasio, de compras
o citas que en principio era con amigas. Pero la ingenuidad se fue perdiendo y
al final comprendió que Mariana sabía perfectamente lo que estaba pasando, y
necesitaba de un tonto para aprovecharse. Y claro, Antonio era ese tontorrón
que no conocía de la vida más allá de médicos, madres y trabajo remunerado.
Todo lo demás era una incógnita para su realidad. Y siendo francos, tampoco es
que un día bajara un halo de luz y le mostrara el camino diciéndole: —Mariana,
no es para ti.— No, la realidad es que una tarde terminó el trabajo antes de
tiempo y pensó, que después de tantos meses velando por sus necesidades, bien podrían
tomar algo juntos, se lo había ganado, o eso caviló. Y recordaba, bueno,
conocía su agenda al completo, y los miércoles era el día que quedaba con las
amigas en la Cafetería Lama, pero
resultó que las amigas se convirtieron en un simple individuo con barba, gafas
de bohemio, y un traje caro.
En ese momento
después de años opresivos con una madre enferma y una compañera de trabajo, que
pudo ser la segunda mujer más importante de su vida, obró en él un cambio
radical. Y no es que de repente atrajera todas las miradas, eso no, claro.
Simplemente dejó de hacer lo que los demás le exigían para hacer lo que él
necesitaba.
Lo primero fue
dejar el trabajo, llevaba en aquella empresa desde los veintidós años, nada más
salir de la facultad enganchó con las prácticas y allí se quedó, nunca se
preguntó si le gustaba o le llenaba lo que hacía, era trabajo, era dinero, era seguridad.
Mariana no se lo tomó muy bien, rememorando la escena anterior ‘luz cegadora’,
diremos que cuando la encontró con las manos entrelazadas del bohemio chic, en
ningún momento se disculpó ni intentó disimular, pero en ese momento sí que le
pudo la emoción de verse abandonada por el compañero de vida, perdón,
empresarial. ¿Quién le haría ahora el trabajo? ¿Quién? Antonio fue claro, tú.
Y así con una tarea
menos de su limitada lista, se fue para casa y descubrió algo que no esperaba,
pero que le dio el necesario y apremiante último empujón, al fin y al cabo las
costumbres hacen del hombre necesidades. Y allí estaba su madre, aquejada de la
rodilla, cadera, brazo y todo tipo de hueso, articulación o músculo
inexistente, subida a un taburete, ¡de puntillas! buscando en el armario más
elevado un paquete de galletas. Decir que también tenía azúcar a su haber.
—¡Está loca! ¿Puede
saber que está haciendo? ¡Por favor, madre, podría caer!
—¡Oh, que susto!
Bueno, yo… quería una galleta, te olvidaste de ponérmela en la mesita esta
mañana, ya sabes, que una no me hace daño.
—Pero si esta
mañana no podía ni pestañear, ¿Cómo puede ahora comportarse como una experta
equilibrista?
—Yo, yo… me
encuentro mejor, ¡he mejorado! Sí, eso es, estoy perfectamente. Ahora hijo
bájame, del esfuerzo creo que me estoy mareando. ¡Sí! me mareo, estoy cada vez
peor, creo que es el azúcar, no debe ser la tensión, no será la musculatura del
brazo derecho, que al estirarlo habrá enviado una señal negativa a mi cerebro y
ahora, cógeme hijo, cógeme.
Pero Antonio no se
movió, ni habló, solo procesó cada mentira, cada día, mes, año perdido
entre invenciones y tretas. Y allí estaba ella, en el taburete, pálida por primera
vez en su vida, y la vio, pero esta vez de verdad, frágil, pequeña, y sintió
lástima. Porque comprendió que para ella, todas aquellas argucias eran la única
manera que creía que serían capaces de retenerlo a su lado. Y en cierta manera
odió al padre que los abandonó, porque le incrustó el miedo a la soledad de la
peor manera existente, y se prometió, que este nuevo Antonio como el anterior,
no la iba abandonar, por mucho que ahora quisiera tirarla por la ventana.
—Vamos madre la
llevaré a la habitación para que descanse.
—Gracias hijo, no
te irás, ¿verdad? No volveré a subir a ese taburete te lo prometo, todo volverá
a ser como antes.
—No madre, no me iré. Pero todo ha cambiado,
más tarde hablaremos.
Así fue como
Antonio empezó a manejar sus tiempos, a pasos pequeños, después de todo ese
niño de cuarenta y dos años todavía seguía presente, es difícil cambiar los
hábitos. Abrió una pequeña tienda de coleccionables, resultó que todos aquellos
años había adquirido un gran número de utilitarios que el tiempo se encargó de
valorizar al alza. Y la madre por primera vez, respiró, y los males que tanto
la habían aquejado fueron desapareciendo poco a poco, un milagro habría obrado
con menos fuerza.
Ya no recordaba
aquella frase tan a menudo, pero sí era más feliz, es difícil medir la amplitud
de esa palabra, se sentía seguro, tranquilo y comprendió que el amor no
necesita de compañía con la verdad se basta. Pero como todo el mundo le gusta
leer un final notable, diremos que contrataron a una asistenta que resultó una
enamorada de las bellas personas, y qué decir, que Antonio era una bellísima
persona.
Así pues, ¿cuándo
llega el momento de cada uno? Será cuando uno menos se lo espera, o puede que
sea cuando elimine lo que mal le hace. Lo que sí es seguro, es que si se hace
con amor, se es feliz desde la primera toma.