Vacío mi alma y saboreo su nombre. Amapola. Ella. Hay días
donde el recuerdo se presta al habla. Almaceno insignificantes momentos y otros
que debí cercarlos quedaron escurridos en la ceguera del deseo adolescente.
Después de pasar varios años de su corta existencia dando
tumbos de un lugar a otro, con una madre que confundía el amor de un hombre,
con la necesidad de no sentirse sola. Ésta, finalmente, optó por renunciar al
único amor verdadero que hallaría en su vida.
Todo el pueblo hablaba sobre aquello, es lo que suele pasar
en las comunidades pequeñas, observar y criticar es más sencillo que admirar
los errores propios. Prejuzgar antes si quiera que a uno lo señalen. La hija de
Asunción después de tantos años había vuelto al pueblo y no a pedir ayuda o
quizás a preocuparse de una mujer mayor que necesitaba ya de cuidados, sino que
vino para abandonar a su hija. Se había enamorado, otra vez; y sentía celos de
ésta.
Durante un tiempo ambas mujeres, abuela y nieta se
desvanecieron. Asunción debía tener miedo de que en el pueblo las señalaran,
pero no podían esconderse enteramente, así que al tiempo se descubrió. Sola, en
un banco de la plaza, lugar que frecuentábamos los más jóvenes, nos observaba
de reojo, pero el miedo infundado de los que se suponía que la querían le
impedía relacionarse con el resto. No diré que fui yo el que propició el
encuentro, nunca tuve esa clase de valor por el que a uno lo admiran. Fue mi
hermano. Se acercó temblorosa, despertando en mí sentimientos que hasta la
fecha desconocía, ternura y protección. Francisco al darse cuenta de su estado
y para reconfortarla le apretó el hombro y de nuevo sentí otro extraño
sentimiento, celos, de no ser yo el que la resguardara. Pocos días bastaron
para que se integrara. Era bonita, dulce, portadora de una tímida sonrisa que
cuando salía a relucir mostraba unos preciosos hoyuelos, símbolo de una niñez perdida.
En ese momento agradecí al destino y sus extrañas razones, a
partir de allí nos hicimos inseparables, venía casi todas las tardes a
casa, nos pasábamos horas sin hacer poco más que balancearnos en el columpio
del jardín trasero, solos. Ahora que lo recuerdo, nunca supe más de ella que lo
que mi madre le explicaba a mi padre, habladurías; de esas que guardan un halo
de maldad a la par que lástima. Poco me importaba.
Entre silencio y silencio lanzaba pesarosos suspiros, fueron
estos los que terminaron de adueñarse de mi corazón. La necesidad que se estaba
despertando crecía con más voluntad. Tenerla cerca, oler el perfume que
despendía, a flores, a piel limpia. Hizo que los largos meses que se sucedieron
me descubriera expuesto, molesto. El letargo de la niñez se desvanecía. Amapola
hizo que deseara, que la deseara. Pero no parecía darse cuenta de ello o no
quería, yo por el contrario moría de ganas de mostrarle mis sentimientos, mi
necesidad, el ciego y anhelante amor que me desequilibraba. Pero el miedo a una
negativa, a perder aquello que simbolizábamos me impedía dar ese paso.
No hizo falta.
Una simple nota sellaría el futuro de ambos o quizás solo el
mío. El encuentro fue rápido, precipitado, apenas guardo un digno recuerdo de
aquella noche, donde la magia debería habernos alcanzado, yo era joven, muy
joven. Ella también, pero en aquel arrebato se notaba más acostumbrada a lo que
yo en ese momento le entregaba. No pude más que seguirla en aquella basta
precipitación, avergonzado del poco control ofrecido, un reclamo del que no me
arrepiento, pero del que sí debí intuir las señales, los mensajes
contradictorios que enviaba.
Durante semanas no supe nada de Amapola, lo intenté, pero
desapareció. Horrorizado creí lo peor, miles de conjeturas y desvaríos rondaban
incesantes por mi cabeza: había sido poco cuidadoso, seguro que le habría hecho
daño, me amonestaba y castigaba. En ese lapso de tiempo mi vida se convirtió en un
infierno, no podía dormir, no sabía qué hacer, solo quería disculparme, verla.
Saber de ella, confirmar que estaba bien. Estar a su voluntad. Le hubiese dado
todo lo que era, si con ello podía ganarme su perdón y volver de nuevo a
compartir todos aquellos silencios.
El destino obró de nuevo sin que yo hiciera nada por
contradecirlo y quizás concediéndome el reclamo que con tanta esperanza solicitaba.
Una tarde apareció su abuela, me miró con desprecio y solo quiso hablar con mi
madre. No pintaba nada, sentí que no era así que tenía mucho que decir. Si ella
estaba allí, era a causa de los errores cometidos, yo podría yo… pero no se me
permitió la entrada, simplemente se me dio una orden, la cual acaté.
Nos casamos, estaba embarazada. Nuestro matrimonio era una
ilusión por mi parte, una reconciliación por la suya. Nunca más volvió a pasar
lo de aquella noche, tenía miedo de volver a perderla, así que bajo el abandono
escondí el abrigo del deseo, Amapola a su vez, se excusó con el embarazo o puede
que en el despreció que sentía hacia mí. La culpa y el remordimiento es un pago
demasiado alto.
No diré que aquello fue lo que esperé de un matrimonio, yo
crecí en un hogar donde siempre existió el cariño y la muestra de él, por el
contrario en el nuestro apenas se intercambian concisas palabra. Lo único que
abracé con fuerza fue el regalo que me dio, mi hija. Me alimentaba del inmenso
amor que sentía por ella, de la alegría de verla crecer, adoraba la viveza y
consuelo que desprendía y mi alma se contentaba con aquello. Con el infinito
afecto que completaba a mi solitario corazón. Era lo único que amedrantaba a esta
efímera e insustancial existencia. Lo que no comprendía era porque nuestra hija
no quería estar con su madre. Aquello fue lo que empezó a romper nuestra
mentira, a ella, a nuestra pequeña Julia no podía culparla. Pero nunca se lo
dije. Simplemente la distancia que había entre nosotros se amplió.

Los años pasaron. Durante una época quise creer que el
tiempo curaría el error, que un día miraría a su hija y se enamoraría
perdidamente de ella y quizás, solo quizás también lo haría de mí. Un sentimiento
desesperado del que nunca se ha sentido querido, allí me encontraba. Frágil
ante el inexistente atisbo de anhelo. Pero lo único que conseguimos fue
alejarnos más. El yerro que sentí durante tanto tiempo se fue apaciguando y
ante nosotros se manifestaron otros sentimientos, rencor y desconocimiento. En aquella
etapa de descubrimiento al fin pude abandonar a la culpa. Empecé a darme cuenta
de pequeños detalles, sonrisas que otros se ganaban y por el contrario las
castas y ásperas miradas que a nosotros se nos ofrecía. Caricias veladas en
escuetos saludos, que aguardaban más pasión del que nunca tuvimos. He de
confesar que perdí el poco respeto que podía tenerle, odié los segundos de aire
compartido y desprecié sentir que había sido una simplemente moneda, una
oportunidad. Un iluso que creyó ser un monstruo.
Y el valor al fin me alcanzó.
—Amapola, tenemos que hablar. —Temblaba de miedo, pero esta
vez no había ninguna mano que reconfortara. En realidad nunca la hubo.
—Ahora no puedo, he quedado que me recogería tu hermano,
para llevarme… con tu madre. Ya sabes que los miércoles vamos al centro juntas.
—Hoy no irás.
—¿Perdona? —me miró después de meses sin hacerlo, con incredulidad,
pero allí estaba, una mirada; lo que siempre deseé— No digas tonterías, me
esperan.
—Hoy no irás —repetí— tenemos que hablar. Esto —nos señalé a
ambos— no funciona, la realidad es que nunca lo ha hecho y ya no puedo seguir
enamorado de una imagen proyectada, de esta mentira que hemos creado y de la
culpa que me ha corroído durante diez años. Tú quisiste que aquello pasara, lo
propiciaste. Nunca entenderé las razones ¿por qué? Dímelo.
—Tengo que irme, Fran me espera. —cogió el bolso a toda prisa,
quería huir.
—¡No! —Grité y entonces lo supe, todo encajó. Todas sus
sonrisas, sus palabras, sus gestos solo tenían un portador. Volví al pasado a
aquellas tardes que venía a casa, las que creí que era por mí, los suspiros que
lanzaba mirando hacia la casa. Todo se materializó. —Es de Francisco.
—¿El qué?
—La niñ… -No me dejó terminar.
—¿Qué? Cállate no digas eso. ¡Cállate!
Nunca comprenderé porque reaccioné con tanta tranquilidad,
no entré en cólera ni arrebaté con todo lo que nos rodeaba, supongo que ante mí
se liberó el remordimiento que tanto tiempo me había ahogado, por fin podía
respirar y la condena de aquel niño que un día fui se apaciguó, se perdonó.
Solo quería saber la verdad.
—¿Seguís viéndoos? —No contestó, pero su cara la delató.
—Dime entonces, ¿por qué no te casaste con él? ¿Por qué me
engañasteis?
—Él… él no quería hacerse cargo y yo tenía miedo, ya sé lo
que es vivir de un lado a otro, conformándote con cualquier cosa, y tú… tú me
mirabas con añoranza, no podía, no quería…
—Entonces, solo se trataba de ti.
—Y el bebé, la niña merecía más de lo que yo tuve.
—¿Yo no merecía nada?
—Intenté quererte.
—No es verdad, no lo hiciste. ¿Por qué sigues con él?
—No fue inmediato, tardé meses en volver a aceptarlo. Pero
es que yo, yo… le amo. —Ese fue el único momento en que la vi avergonzarse.
—Pero él no, te recuerdo que se casó con otra. —Fui
cruel, pero la realidad era necesaria. Después de haber sido un peón, ni
siquiera existía entre ellos algo que fuera real. Algo que merecería o
justificara el dolor de otros.
—Sé lo que soy para él, pero igualmente lo acepto. —Le caían
las lágrimas puede que por verse descubierta o porque todo ante ella se
desmoronaba. Pero en ese punto solo veía que ya no era mi responsabilidad y lo
sentía, pero durante todos estos años no tuvieron ningún reparo o lástima de lo
que pudiera sentir.
Temí que esperara que todo siguiera igual, lo nuestro nunca
existió y lo único que me importaba era la niña, mi hija, porque sí lo era,
desde el momento en que me enteré del embarazo.
—Esto se ha acabado, si así me lo pides y por respeto a
nuestra hija Julia, no explicaré las razones. Puedes ir a vivir y hacer con tu
vida lo que quieras, pero no seguirás bajo este techo, tú lo has dicho; la niña
merece más de lo que tú tuviste. Ahora eso sí, cuando veas a mi hermano dile
que no quiero que volváis a acercaros a nosotros.
—¡Por favor! No digas eso, yo, lo haré mejor ahora. Cuidaré
de ti y de la niña te lo prometo, pero no me dejes. —La realidad del futuro le
sobrevino con ansiedad.
—¿Qué no te deje? ¿Cuándo hemos estado juntos? Una sola
noche. De la que obtuve una penitencia de dolor e ignorancia, me hiciste creer
que había cometido una atrocidad. Ya he pagado ese precio, Amapola. No estoy
dispuesto a aceptar nada más. Pudiste decirme la verdad, no hubiera permitido
que te quedaras sola. Pero tu elección fue someterme y maltratarme haciendo creer
lo peor. Y no solo eso, ¡joder! Es mi
hermano. ¿Crees si quiera que quiera o pueda estar cerca de ti? Vete y te
prometo que te seguiré respetando como la madre de Julia. Pero no te atrevas a
pedir nada más. Nunca. —Se marchó.
No he vuelto a saber de ella, no se quedó en el pueblo,
supuse que mi hermano se desquitó y la volvió abandonar a su suerte, para Francisco
estar con Amapola nunca fue una opción. No le importó que ella lo
antepusiera ante otros. Ante todo. Que su amor hacia él fuera de renuncia a los
demás. No he vuelto a hablar con mi hermano, el egoísmo tiene diferentes capas, en él descubrí demasiadas, dudo que un día pueda perdonarlo. Nuestra hija dejó de preguntar por su madre a los pocos meses, los lazos
que creó con ella fueron frágiles, nunca supo proveer y recibir amor. A veces
me pregunto si es que no le enseñaron lo que significaba el amor, luego al revivir el tiempo que pasó con nosotros comprendo que confundió lo que éste simbolizaba. Por eso solo espero que allí donde esté, sepa cuidarse y valerse por sí misma.
Ya no puedo guardarle rencor.
Han pasado muchos años, los recuerdos se entremezclan en este hoy, donde mi pequeña Julia cumple veintisiete años, es una mujer inteligente,
independiente, amable y cariñosa. Estoy orgulloso de ver en lo que se ha
convertido, pero sobre todo agradecido, porque ella, mi querida hija, ha roto
ese círculo amargo donde el egoísmo residía con fuerza e imposibilitaba amar
correctamente.